Aunque las dudas eran muchas, finalmente, me inscribí en la categoría 21K de la Maratón de Santiago. Mi resquemor no se sustentaba en sentir que enfrentaba un imposible, sino por el natural temor a lo nuevo. Por suerte, seguí el sabio consejo de mi amiga Cecilia, quien me recordó que la prueba de los 10K era para mí ya un trámite y que visualizara una nueva meta. “Busca tu propio Everest”, dijo.
Corría septiembre de 2009 y quedaba poco más de medio año para el primer domingo de abril, que es cuando se realiza esta masiva prueba. Podría pensarse que el tiempo sobraba, pero cuando se trata de preparar una nueva meta –correr más del doble de lo acostumbrado- había que ser precavido y comenzar cuanto antes. Para ello, lo primero que hice fue diseñar un calendario, con el detalle de lo que iba a correr cada semana, hasta unas dos semanas antes de la carrera. Siempre, buscando correr distancias mayores y más rápido. Solo, sin entrenador.
Hasta que, finalmente, ese lejano día llegó. Y con éste, un cúmulo de nuevas vivencias y sensaciones. De esas que se atesoran. Encajonado ya en el lugar donde miles de corredores nos aprestábamos a correr la media maratón, me sentía como alumno nuevo al lado de personas que repetían frases como “estos son mis terceros 21K” o “haré menos de dos horas”. Yo lo único que quería era terminar la carrera aunque me demorara un año. Sin embargo, confiaba en mi entrenamiento –en el que corrí hasta 18K- y en la planificación de no sobrepasar los 5.45 minutos por kilómetro. Sabía que podía, pero, como en el fútbol, los partidos hay que jugarlos primero.
La sensación de correr por calles siempre atestadas de autos y micros es única. Rara y a la vez satisfactoria, por eso de usar el espacio de vehículos contaminantes para un fin sano y deportivo. El recorrido comprende la Alameda, Av. España, Beaucheff, Rondizonni, Av. Matta, Grecia, Campos de Deportes, Pocuro, Eliodoro Yáñez, Providencia y de bajada nuevamente por la Alameda. Calles en las que compartí con miles de personas, cada una con su “propio Everest” y motivaciones particulares. Hombres, mujeres, jóvenes, flacos, gente más gordita que uno no sabe qué hace ahí, e incluso algunos mayores, eran parte del paisaje que era completado por el público que a uno lo saludaba y daba ánimo.
“Queda poco”, “ya pasamos la mitad”, “Pocuro es lo último de subida”, era lo que más se escuchaba cuando las piernas comenzaban a pesar como una tonelada cada una. Hasta que, sin darme cuenta, el kilómetro 17 ya era historia y sólo quedaba bajar hasta la meta, ubicada en el mismo punto de partida, en la Alameda, frente al Palacio de la Moneda. Entonces, apareció el segundo aire, que llenó de aire los pulmones y me hizo apurar el tranco, cumpliendo religiosamente el ritmo de no superar el tiempo estimado por kilómetro. Desde Plaza Italia para abajo, lo único que recuerdo era no guardarme nada y dar todo lo que me quedaba. Veía que dejaba atrás a otros competidores y que la meta estaba a la vista. Pero claro, yo no veía la Alameda con Teatinos. Para mí, era los Himalayas y mi Everest que me decía “prueba superada”.
Imagen CC Dperezrada