“Todo tiempo pasado fue mejor”, dicen los nostálgicos. Como buen representante de este grupo de amantes de lo que ya fue, creo que mi mejor experiencia deportiva tuvo lugar en las frías canchas de fútbol de Bélgica, lugar donde llegué gracias a una beca de estudios de mi padre.
Con apenas 12 años y con los colores rayados del Wavre Limal (equipo de una pequeña ciudad al sur de Bruselas), me transformé no sólo en el mejor jugador del equipo, sino que en el goleador del torneo. Me decían “Leopardo” por mi gran velocidad y porque una vez que tomaba la pelota me dirigía de forma tozuda hacia el arco, como un felino que no se cansa hasta cazar a su presa.
¡Qué tiempos! Estuvimos a sólo un gol de ser los campeones del torneo provincial aquel año. Esa tarde, con una cancha hecha barro, sólo necesitábamos un empate para tocar la cima. Pero el equipo rival, justo de la ciudad vecina, tenía un jugador alto y con un tiro feroz. Un congolés llamado Micou, que con un cañonazo casi de mitad de cancha selló un triunfo rival por la mínima. Yo, aún guardo esa medalla honorífica.
Años después, y con varios kilómetros por hora menos a la hora de pegar un pique, tuve la posibilidad, de nuevo de rozar la gloria. Esta vez, éramos sólo personajes con el cuerpo desgastado y viejos. Defendiendo los colores del que fuese mi lugar de trabajo, llegamos a la final, donde un grupo de rápidos y hábiles jugadores nos vencieron por 4-2, derrumbando de nuevo mi sueño de tocar la cima.
Si bien el primero de los relatos es una hazaña mucho más grande que el segundo, lo que quiero resaltar es mi vivencia siempre al borde de la gloria. Fue por esa razón que decidí convertirme en periodista deportivo. Así, he podido resaltar no sólo al que levanta la copa al final de la jornada, sino que también al que un escalón más abajo mira con recelos, diciéndose a sí mismo “alguna vez estaré yo ahí”. Hay que saber vivir el fútbol como segundo.
Imagen CC Chefmaggio