Desde hace algún tiempo invité a mis dos hermanos a participar de la 4ta Corrida DUOC UC Puente Alto. Ambos estaban muy entusiasmados, así es que nos coordinamos en familia para asistir. Correríamos 8K.
El día de la competencia me desperté con más sueño de lo habitual. Quería ir en cleta (De Santiago a Puente Alto hay 24 Km aprox.), finalmente me fui en micro. Tenía mucho sueño. Mientras viajaba, iba recordando la primera vez que corrí 8K. Fue en la Urbanatlon de Invierno este año, en junio. Estuve en modo robot al menos dos semanas, pero estuvo genial.
Me preguntaba cómo sería ahora. No habría obstáculos, serían 8K de carrera continua. Llegué a las 08:20 a la sede de DUOC UC Puente Alto. Desde ahí iniciaba la carrera. Al llegar me encontré con mi hermano y mis padres. Mi hermana había desistido de la misión. Hacía frío. Con el Feña -mi hermano- nos pusimos la polera, nos sacamos algunas fotos y nos preparamos para hacer un calentamiento sencillo, mientras mi madre me decía que era antideportivo correr con el pelo suelto. (olvidé el cole en casa).
Nunca me gustó correr, hasta ahora. Cuando pequeña recuerdo que mis padres siempre me llevaban a competencias. Tal vez les habría gustado que siguiera sus pasos. Ellos se conocieron gracias al atletismo. Ambos fueron atletas nacionales muy destacados en su época. El Feña también desde pequeño ha estado siempre ligado al deporte. Antes como cadete en Cobreloa y ahora como profesor de Educación Física.
Yo cuando pequeña nunca corrí. No me gustaba sudar ni cansarme. Prefería estudiar, leer, hacer otras cosas que no significaran más que el esfuerzo mental. Cuando estaba en la universidad trotaba algunas veces antes de ir a clases y los fines de semana, pero nada muy agotador.
“Trotemos un rato despacito” me dice mi hermano. Ya eran las 09:00 am. La carrera comenzaba a las 09:30. Comenzamos a trotar. Declaro que mientras trotaba pensé que no iba a ser capaz de terminar la carrera si empezaba a correr antes. Dimos tres vueltas de unos 200 mts cada una de trote moderado. Después elongamos. No me sentía cansada. Mi madre le preguntaba a mi hermano como estaban sus pulsaciones. Las tenía en 130. “Están muy bajas, le dice. Mínimo tienen que empezar en 150” Yo, no entendía.
¿Qué tienen que ver las pulsaciones? “Cuando yo corría empezaba la carrera con 200 pulsaciones, así no es tan brusco el cambio” agregó mi madre. Después me explicaron que se referían a la frecuencia cardíaca. Di una última vuelta y luego llamaron para ubicarse en la zona de partida.
Había más de 2.000 personas. Todos muy motivados. Le dije a mi hermano que corriera a su ritmo y no me esperara. Le pasé mis lentes a mi papá para que me los guardara. Después de las palabras de la organización llamando al autocuidado y a seguir las zonas de seguridad comenzó la carrera. Salimos todos entusiasmados aplaudiendo y gritando. No habíamos dado ni tres pasos cuando aparece en la pista una zapatilla botada por un lado y la plantilla por el otro, ambos seguidos de una mano que buscaba frenéticamente mientras trataba de esquivar a todo aquel que no alcanzaba a frenar cuando la veía. Había perdido su zapatilla, pero después de un rato la recuperó.
Mientras corría me concentraba en la respiración, recordando las palabras de mi padre que me decían “oxigena”. Me relajé tanto durante la carrera que leí todos los letreros que encontré en el camino. Todos hablaban del punto limpio dispuesto por la municipalidad de Puente Alto, para que los vecinos puedan reciclar.
Hasta el momento todo iba bien. A los 3.5 km me empezó a doler la rodilla derecha, pero no iba a parar. No puedo bajar los brazos, pensé. Bajé el ritmo y traté de respirar profundo. Seguía corriendo. Mientras avanzaba me encontré con el punto limpio. Paradójicamente estaba rodeado de vasos y bolsas plásticas que habían tirado los compañeros que pasaron por el punto de hidratación.
Seguí corriendo, no conocía todas las calles. Mi referencia era la línea 4 del metro que se veía a lo lejos. El grupo ya se había dispersado. Cuando llegué a la calle Jorge Ross, varios iban caminando. No sabía cuánto faltaba. No sentía las piernas, pero no iba aparar. Me había esforzado tanto, parar significaba tirar todo el esfuerzo por la ventana. Quería mejorar, por sobre todo, mi marca de la Urbanatlon (1 hora 20 minutos).
Cuando llegue al metro sentí que las piernas se me iban a paralizar. Escuché una voz que decía: “Vamos, vamos, faltan los últimos 200 mts”. Sentí un alivio enorme. En realidad no sé si fue alivio o pesar.Seguí corriendo. En una esquina me encontré con mi papá que me decía: “Levanta esas piernas” pero a esas alturas, me dolía todo. Creo que pasé la etapa en que no sientes el cuerpo de tanto correr a sentir hasta el movimiento del musculo más pequeño.
Cuando pude visualizar la meta, levanté la cabeza traté de levantar las piernas y apuré el paso. Crucé la meta a los 55 minutos de haber iniciado. Mejoré mi tiempo.
Mi hermano había cruzado la meta 9 minutos antes que yo. Estaba elongando. La carrera estuvo increíble y a pesar de que no corrimos juntos, la experiencia vivida con mi hermano, me hace sentir que recupero un poco el tiempo que perdí cuando pequeña al no querer hacer deporte, aunque extrañé a mi hermana.
Sin duda, en esta experiencia aprendí lo importante de realizar un precalentamiento cuando vas a realizar una actividad tan exigente como son 8K. También lo importante que es hidratarse una vez finalizada la carrera.
Ahora me duele todo, absolutamente todo, pero eso no significa que dejaré de hacer esto. Seguiré. Por el momento tengo carrera para los próximos 3 fines de semana que vienen y espero que de aquí a fin de año, pueda pasar de 8K a 21K.